domingo, 12 de agosto de 2007

La historia de Cleo

No podría explicar la razón exacta por la que me desperté en medio de la noche. Habrá sido la resaca o el desvelo de la noche anterior los que me robaron el sueño. Tenía cada vez menos tiempo para terminar las treinta cuartillas. Solo me quedaban dos mil pesos y las deudas eran mucho mayores. No tenía manera de juntar dinero y el plazo de pago cada día era mayor. Esa noche después de revisar por Internet la disponibilidad de lugares en el autobús y algún destino en el cual aislarme para terminar de escribir, salí en medio de la noche sin avisarle a nadie. Tomé el primer autobús rumbo al sur. Era una cabaña solitaria que conocí seis años atrás cuando fuimos a Paracho, en Michoacán. Yo acababa de salir del hospital psiquiátrico, y mi padre en su intento por traerme de vuelta a la realidad me acompañó en un viaje nefasto. Hacía frío, mi primo nos acompañaba. El objetivo era comprar una guitarra, mi madre, hastiada por la humedad. Mi hermana realmente molesta viajaba junto a mí en un automóvil compacto de dos puertas. Íbamos cinco personas ensimismadas sin poder decirnos nada. En aquel lago había truchas y las podíamos pescar pero el lago hedía peor que una cloaca de aguas negras estancadas. Lo mejor del lugar era la cabaña junto al lago con el clima triste y lluvioso. Esa noche salí de mi casa sin avisarle a nadie. Tomé un taxi y recorrí la ciudad entera. De equipaje mis cuatro cigarros y lo que me quedaba de dinero. Compre un boleto para regresar el día de mi cumpleaños. Fue un viaje corto de cuatro días, pero pude conocer varios personajes que me ayudaron a terminar la historia. Habría querido llevar una máquina de escribir para hacer de mi proyecto un experimento más orgánico. Pero en mi maleta solo cabían ideas, un jabón, unos lentes oscuros, un encendedor y un cuaderno de apuntes. Comencé con la bitácora de viaje pero en realidad no había mucho que escribir. Un autobús de segunda y pasajeros de cuarta. Parecía que nadie se había bañado en días. El impulso me había sacado de mi cama y no traía más que unas botas, unos pantalones, una camisa. No llevaba más ropa interior, ni ganas de cambiarme, sólo la que había usado el día anterior. Por fin llegue a la cabaña y el precio por los tres días superaba mis posibilidades. Así que cuando Rubén, el mesero homosexual de unos veintiún años, se acercó a mí para intercambiar una especie de mirada retadora, aproveché para coquetearle y sacar provecho de la situación. Dirigí mis ojos hacia su sexo y le volví a mirar a los ojos como si hubiera descubierto el secreto que guardaba detrás de la cremallera. Seguramente su madre, la cocinera del lugar se dio cuenta de lo que sucedía porque de inmediato se acercó para tomar la orden. Ya me habían asignado una troje, porque las cabañas eran muy grandes para una persona. - ¿Qué va a querer? Me dijo la madre enérgica mientras corría a Rubén de la zona. Así que pedí unos huevos revueltos para desayunar, jugo y café. Cuando Rubén entró a mi cuarto con una toalla limpia, jabón y un papel higiénico yo estaba recostado sobre la cama con el torso desnudo. Estaba leyendo un libro pero podía mirarlo de reojo mientras abría una especie de servibar, pero era más evidente su provocación cuando se agachaba para levantar el culo y dejarlo expuesto, como si supiera que en cualquier momento me levantaría para poseerlo. Pero yo no estaba ahí para eso. No me interesaba, aunque era bastante atractivo. Además el impedimento materno era un tema que me obligaba a pensarlo más de una vez. Salí al jardín. Y aunque llovía menos, el paisaje era muy parecido a como lo recordaba. Hace seis años había más niebla, más humedad y menos calor. Además viajaba con mi familia. No tenía este sentido de libertad ni de pertenencia y me encontraba saliendo de una espiral ridícula provocada por una extraña enfermedad mental. La psiquiatra que me atendió por primera vez me diagnosticó esquizofrenia. Todavía recuerdo los ojos de mi madre en esa tarde gris. Nuestros rostros temblaron, por la mente pasó la idea de nunca jamás crecer. Estar atado a mi condición psicótica. A confundir las voces de mi pensamiento con seres monstruosos. A imaginar mi vida relegado a la prisión de imágenes mentales inexistentes en la realidad. Mi papá recordó a Don Joaquín, el hijo de la vecina, quien era un enfermo mental, catatónico, quien toda su vida la pasaba pegado a su madre con un miedo irracional al mundo y fobia permanente a establecer relaciones sociales. Parecía que no era mi caso, porque hasta antes del incidente yo había demostrado ser bastante funcional en la sociedad. Podía relacionarme sin problemas con la gente, entablaba relaciones interpersonales sólidas y poseía un coeficiente intelectual bastante decente. Por eso este viaje era tan importante para mí. Tenía que demostrarle a mis padres que podía valerme por mi mismo. Necesitaba estar sólo, vivir conmigo mismo sin perder la razón. Las treinta cuartillas que me faltaban, eran los dos últimos capítulos de un proyecto editorial. Llevaba trabajando cuatro años como redactor en una agencia de publicidad hasta que me despidieron. Un antiguo amigo que había conocido en un viaje, me había propuesto escribir la biografía no autorizada de una actriz y cantante drogadicta que estaba por lanzar un disco, al parecer se había rehabilitado y quería hacer todo lo posible por recuperar su carrera. Tenía lista toda la información, muchas cintas con entrevistas, la estructura del libro estaba terminada. Pero me faltaban dos piezas para terminar el rompecabezas. Uno era completar la historia sobre su padre y la otra era una anécdota que tenía que ver conmigo. A pesar de lo infame que pudiera parecer escribir una “biografía no autorizada” para una actriz venida a menos, y que el fin era únicamente vender, había algo en la historia de esa mujer que me recordaba a la mía. Una especie de paralelismo sincronizado que se unía en puntos clave y que me obligaban a terminar la historia, no para ella, no para el público, no para hacer dinero, sino para mi. Había muchas posibilidades para terminarla. Había una nota polémica y escandalosa sobre una supuesta relación con su representante, cuando ella tenía quince años y el cuarenta. Tenía todo para concluir esa historia pero algo me impedía continuarla. Dos noches antes de salir de la ciudad, la visité por última vez. Estaba llorando y bebía un vaso con whisky. Me acercó un papel en el que se mostraban unos análisis clínicos. Había un diagnóstico de cáncer y ella era la enferma. Huía de casa porque no podía soportar la idea de tener que escribir un final escandaloso, de tabloide, cuando la protagonista de mi historia estaba por morir. Había planeado un viaje a la Habana para cuando todo este proyecto terminara, pero en medio de la desesperación, viendo el lago afuera de la troje en Zirahuen, Michoacán, decidí regresar a la ciudad y volar a Cuba.